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Estado Opinión

Otra revolución traicionada

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Por ROBERTO MONTOYA

“La lucha entre dos dinámicas políticas y sociales opuestas

determina la realidad actual de Nicaragua. Una, se dirige hacia la

reconstrucción de un Estado burgués, la otra hacia la formación de

un Gobierno Obrero y Campesino”.

Miguel ’Moro’ Romero (¡Viva Nicaragua libre!, 1979)

Nicaragua, 28 de julio de 2018.-  En el capítulo “Doble poder en Nicaragua”de su libro  ¡Viva Nicaragua libre! editado por la L.C.R. en 1979, Miguel Romero, editor fundador de Viento Sur y dirigente de la L.C.R. fallecido en 2014, analizaba las dinámicas enfrentadas que se presentaban en el país centroamericano.

Entre los que querían reconstruir el Estado burgués rápidamente antes de que se profundizara la revolución y se convirtiera en otra Cuba estaba, claro está, el propio imperialismo estadounidense y la gran empresa nicaragüense, esa burguesía que se había ido distanciando cada vez más del dictador Anastasio Somoza a partir de 1977, ya en sus horas bajas y con la oposición en alza, y que intentaba a través de sus representantes en el Gobierno de Reconstrucción Nacional (GRN) -en el que coexistían con el FSLN-  reconducir el triunfo sandinista.

Enfrentados a esa opción burguesa Miguel veía al pueblo, “organizándose, fortaleciendo su unidad, manteniendo su movilización”, reconociendo la indudable dirección del FSLN.

Pero a diferencia de tantos que en aquel momento veían un camino de rosas para la flamante revolución sandinista y como efecto dominó para las revoluciones de las vecinas Guatemala o El Salvador, Miguel Romero advertía sobre la deriva que podría adquirir esa dualidad de poder: “Respecto a ella, no se trata de tener  confianzas ciegas en nadie, ni en dar por ganadas batallas que apenas han comenzado y cuyo desarrollo concreto es imposible de prever: cómo y cuándo aparecerán los conflictos abiertos con el imperialismo, se agravarán las contradicciones del GRN; aparecerá claramente ante la conciencia de las masas la necesidad de la ruptura política con la burguesía; qué cambios, reagrupamientos de fuerzas se producirán dentro del propio FSLN a lo largo de este proceso; cómo la revolución nicaragüense influirá y será influida por el polvorín centroamericano que ella misma ha contribuido decisivamente a crear”.

“No hemos ido a Nicaragua como  profesores sino como alumnos”, escribía nuestro compañero en la introducción a su libro, publicado tras su visita al país, en el que recogió entrevistas y documentos claves del FSLN.

“Hemos ido a aprender, a tratar de enriquecer nuestra política, a ponerla a prueba (…) Por eso debemos continuar con los ojos abiertos hacia la revolución nicaragüense, luchando por ella, exponiendo abiertamente lo que pensamos, nuestros aplausos y nuestras críticas, pero encerrando bajo siete llaves sectarismos y esquematismos”.

Releyendo estos y otros pasajes de su libro 39 años después se ve cómo algunas de las claves de la actual crisis en Nicaragua estaban ya visibles en 1979.

Treinta y nueve años después el FSLN, aunque burocratizado, dividido, debilitado, está de nuevo en el poder, pero el escenario ha cambiado drásticamente.

Los valores que defendió el FSLN al movilizar masivamente al pueblo de forma ejemplar para acabar con la dictadura de Somoza en 1979 y que mantuvo hasta su derrota electoral en 1990, han desaparecido.

El FSLN ha dejado hace mucho de ser la referencia de las masas para profundizar el proceso revolucionario y hacer de Nicaragua aquel estado campesino y obrero por el que tantos miles de luchadores y luchadoras dieron la vida.

Pero tampoco hay una alternativa de izquierda creíble al actual régimen, cada vez más autoritario, controlado férreamente por la mesiánica pareja de Daniel Ortega y Rosario Murillo. La derecha nacional e internacional intentan por todos los medios montarse en la ola de legítimas protestas e ira popular para capitalizarla políticamente y acabar definitivamente con los restos del sandinismo.

Jimmy Carter, falsas expectativas

En las postrimerías de la tiranía de Somoza la Casa Blanca estaba ocupada por Jimmy Carter, ese presidente que en plena Guerra Fría, mientras impulsaba a Sadam Husein a desatar una guerra contra la triunfante revolución islámica del ayatolá Jomeini en Irán, y lanzaba una gigantesca operación encubierta para reclutar y armar a miles de  mujaidin para combatir en Afganistán a las tropas soviéticas, en América Latina mostraba su cara amable y daba un tirón de orejas a los dictadores que no respetaran los derechos humanos, llegando a cortar las exportaciones de armas a varios regímenes militares.

El FSLN vio en ello una oportunidad. En aquella época, con dictaduras militares auspiciadas y armadas por Estados Unidos en casi toda América Latina y el Caribe, parecía impensable que pudiera volver a triunfar una revolución armada como en Cuba en 1959, veinte años antes. Pero en Nicaragua se logró.

Carter sabía desde hacía tiempo que Somoza era insalvable. Tras décadas apoyando económica, política y militarmente a la dinastía de los Somoza que tantos servicios le prestó, EE UU se resignaba finalmente a abandonar a su suerte al último de la saga, a Anastasio Somoza, tras comprobar que cada vez eran más los sectores de la burguesía nicaragüense y de la Iglesia católica que querían acabar con la tiranía.

La crisis económica y la propia avaricia de Somoza y su ceguera política le llevó a arrebatar cada vez más parcelas de poder económico a sectores de la oligarquía terrateniente y con ello se ganó nuevos enemigos. Washington intentó en vano una salida negociada para Somoza pero el FSLN, que logró la fusión de sus tres corrientes internas y generó una movilización popular generalizada, hizo trizas esos planes y precipitó su derrumbe.

La dirección sandinista, compuesta por nueve miembros, tres por cada tendencia, había conseguido lo que parecía imposible. Toda América Latina y el Caribe festejó aquel triunfo.

Carter decidió adaptarse a la nueva situación; apostó por apoyar a la burguesía local y confiar en la influencia que esta pudiera tener en el Gobierno de Reconstrucción Nacional, convencido de que podrían ir reduciendo el peso del FSLN en él y descafeinando la revolución. EE UU ni rompió las relaciones diplomáticas con Nicaragua ni cortó préstamos ni ayudas significativas al país todavía en la primera etapa de la revolución.

El FSLN aceptó las reglas de juego, convencido a su vez de que ganaría en el pulso a la burguesía dentro del GRN y que no tendría obstáculo para lanzar reformas radicales en Nicaragua.

Lo imposible parecía repentinamente posible; con la no injerencia directa del imperialismo por primera vez; con la luz verde de la OEA, de la burguesía y la Iglesia, con potentes movimientos guerrilleros en El Salvador, Guatemala, Colombia, el nuevo gobierno no empezaba con tan mal pie, según algunos sectores del sandinismo. Otros temían perder el control de la situación.

Miguel Romero lo veía así: “Frente a la Cuba de los años 59-60, la política del imperialismo fue fundamentalmente ofensiva, hasta llegar a la invasión militar. Frente a Nicaragua, trata de emplear las enseñanzas que sacó de la revolución cubana, con la ayuda de los Carazo y los López Portillo, los Soares y los Felipe González, que repiten a coro:  Nicaragua no será una nueva Cuba, porque los USA no cometerán el mismo error (a lo que añaden, ya en tono más bajo:  Para eso estamos nosotros, para ayudarles a que no lo cometan).

Para no cometer el mismo error el imperialismo trata de dividir y frenar al movimiento de masas y a su dirección; ganarse a un sector de la dirección sandinista (tarea encomendada particularmente a la II Internacional) y lograr que sea el GRN quien realmente gobierne el país, para emprender tan rápidamente como sea posible la reconstrucción del Estado burgués, la  contrarrevolución democrática”.

El 24 de agosto de 1979, a poco más de un mes del derrocamiento de Somoza, el entonces representante para Europa del FSLN, Guerrero Mayorga, dirigía una carta al director de  El País en la que reprochaba un documento de la Internacional Socialista en el que tras describir las características de las tres corrientes internas de esa organización la IS decía: “La ayuda directa de partido a partido debe constituirse con el Frente Sandinista y, más concretamente, con los terceristas de Daniel Ortega. Debe ofrecerse sin condiciones, pero bajo la promesa de que se celebren elecciones sin demora”.

La Internacional Socialista estaba en ese momento en inmejorables condiciones para influir en la nueva etapa que se abría en Nicaragua.

El comité de apoyo al proceso nicaragüense que creó la Internacional Socialista en 1980 estaba liderado por Felipe González -elegido un año antes secretario general del PSOE- y se enmarcaba en la gran ofensiva que había iniciado la IS en toda América Latina a partir de su 14º Congreso en Vancouver de 1978, en el que participaron 29 partidos y organizaciones latinoamericanas.

En un giro a la pasividad que venía manteniendo desde el inicio de la Guerra Fría, la IS adoptó una postura crítica a EE UU y a los dictadores militares aliados, presentándose como una alternativa al imperialismo y al comunismo, como la  tercera vía.

En sus conversaciones con Willy Brandt y Olof Palme, Bruno Kreisky sintetizaba así la postura a adoptar frente a los procesos de liberación en África y América Latina: “Hasta ahora han sufrido las consecuencias de la polarización de fuerzas, que en los países del Tercer Mundo se plantea en forma mucho más aguda. A un lado están los norteamericanos y al otro los comunistas. Si nosotros, los socialdemócratas europeos, les ofrecemos nuestra cooperación, estoy convencido de que no dejarán pasar la oportunidad”.

La IS explícitamente justificó el derecho de los movimientos armados de oposición a las dictaduras que proliferaban en los años ’70 en la región en el derecho de autodefensa de los pueblos, lo que provocó una gran tensión con Washington (José María Bulnes A., 1979).

La ofensiva política socialdemócrata se daba también en el plano económico; el capital alemán y sueco invertía cada vez más en países del  patio trasero de EEUU, y el español irrumpiría con fuerza también poco después, tras el triunfo del PSOE en 1982 que llevó al poder a Felipe González en España.

Numerosos partidos nacionales latinoamericanos se fueron acercando a la IS, en calidad de miembros de pleno derecho, a título consultivo o con vínculos informales.

El FSLN terminaría integrándose también en la IS, donde permanece hasta el día de hoy. La IS ejerció gran influencia sobre los  terceristas de Ortega -la corriente mayoritaria y la más ambigua ideológicamente de las tres- para que garantizaran una economía de libre mercado, para que coexistieran en el poder con la burguesía antisomocista y para que no cortaran lazos ni con el FMI ni con el BID ni el BM. Y así lo hicieron.

Los socialdemócratas hacen propuestas reformistas progresistas cuando están en la oposición, decía en  Le Monde Diplomatique Petras, pero una vez en el poder terminan defraudando a los pueblos (James F. Petras, 1980).

El profesor de Sociología de la Universidad de Nueva York ponía como ejemplos de ello al PRI mexicano, el APRA de Perú, el PLN de Costa Rica, el PRD panameño, o el AD de Venezuela, el partido de Carlos Andrés Pérez, el hombre que con su plan de ajuste de 1989 provocaría el  caracazo, estallido popular callejero que se saldó con cientos de muertos.

El  sarampión de la Internacional Socialista para América Latina, esa política pseudo progresista de la segunda mitad de los ’70 y parte de los ’80 iría cambiando con el tiempo y ya en los ’90 se reacomodaría y aprovecharía para hacer pingües negocios la llegada de una oleada de gobiernos neoliberales, privatizadores a ultranza, los de Menem, Fujimori, Salinas de Gortari y otros.

En esa época también algunos gobiernos europeos miembros de la IS se enfrentaban a EE UU en aquella región, pero lo hacían como aves de rapiña tratando de no perderse parte de ese gran botín que suponía la privatización generalizada de empresas públicas por parte de los gobiernos neoliberales latinoamericanos. Es la época en la que España particularmente empieza a hacerse con el control de buena parte de los servicios públicos en el subcontinente americano.

Frente al escenario que se presentaba en los primeros meses de la revolución nuestro compañero Miguel Romero sostenía: “La reconstrucción de Nicaragua no puede concebirse como una etapa política en la que existe, ni siquiera parcial o temporalmente, una coincidencia de intereses entre el pueblo nicaragüense, la burguesía antisomocista y el imperialismo. En realidad, esta etapa se caracteriza por una batalla política a muerte, en la cual el imperialismo y la burguesía están tratando, aunque todavía con mucha prudencia, de preparar la contrarrevolución, y ante la cual una política revolucionaria tiene que estar orientada a preparar a los trabajadores y campesinos de Nicaragua para el inevitable enfrentamiento de clases”.

Y concluía ese apartado: “La dirección sandinista debe ser juzgada respecto a él, hay que establecer si su política práctica -no sus discursos o entrevistas, en los que resulta muy fácil encontrar frases con contenidos contradictorios-, está sirviendo para alcanzar ese objetivo o para alejarse de él”.

La Dirección Nacional del FSLN, cuya tendencia principal era la encabezada por Daniel Ortega, la  tercerista, decidió cogobernar en el GRN con destacados representantes de la gran burguesía nicaragüense. Fue así que en el GRN se integraron Violeta Chamorro y personajes como Alfonso Robelo y Arturo Cruz. Tiempo después Robelo y Cruz serían algunas de las cabezas más visibles de la contrarrevolución.

Y con Reagan llegó la  segunda guerra fría

El triunfo de la revolución en Nicaragua tuvo lugar el 19 de julio de 1979. El 4 de noviembre de 1980 el republicano Ronald Reagan ganaba las elecciones presidenciales y el 20 de enero de 1981 asumía su cargo.

A pesar que durante su campaña electoral ya había denunciado a los marxistas leninistas que querían  incendiar Centroamérica, durante su discurso de inauguración de mandato no dio pistas todavía sobre sus planes.

Sus preocupaciones principales en política exterior parecían centradas fundamentalmente en Irán, Afganistán, en la Europa dividida por el Muro de Berlín. EE UU se lamía todavía sus heridas de Vietnam.

Dos meses después de llegar al poder el ex actor y ex gobernador de California resultaba gravemente herido en un atentado, aparentemente sin contenido político. Pero en diciembre de ese 1980 ya empezó a elogiar cada vez más explícitamente a  los luchadores por la libertad, a la  Contra, a los somocistas y mercenarios que desde sus bases en la vecina Honduras entraban y salían a Nicaragua para cometer acciones de sabotaje a la infraestructura nicaragüense y hostigar a las tropas sandinistas.

La guerra encubierta había empezado. Medio millar de ex oficiales somocistas recibían en Honduras entrenamiento de militares a las órdenes del coronel argentino Oswaldo Rivero, del coronel hondureño Torres Arias y de oficiales de la CIA.

En junio de 1982, durante un discurso ante la Cámara de los Comunes en Reino Unido Reagan declaraba formalmente la guerra contra el comunismo en todo el mundo y en marzo de 1983 llamaba a la URSS por primera vez como  el imperio del mal.

Había comenzado la que se llamó  Segunda Guerra Fría. En 1983 Reagan lanzó  La Guerra de las Galaxias, el amplio programa de defensa de misiles antimisiles llamado Iniciativa de Defensa Estratégica, de los cuales se desplegaron las primeras baterías en Reino Unido ese mismo año.

Nicaragua fue rápidamente víctima del cambio de Administración en EE UU. La  Contra recibió entrenamiento militar, suministros y santuario en bases militares de Honduras fronterizas con Nicaragua y controladas por tropas estadounidenses.

Ese mismo año el Congreso votó oficialmente la primera partida de ayuda económica y militar para los mercenarios derechistas. La guerra sucia inicial se convirtió en  guerra de baja intensidad, su presupuesto aumentó año a año y sus efectos empezaron a repercutir cada vez más económica, social y militarmente en Nicaragua.

Mientras el Gobierno impulsaba un amplísimo programa de alfabetización de la población, conseguía grandes mejoras en sanidad y en servicios sociales, nacionalizaba empresas estratégicas y confiscaba tierras de los terrateniente, la  contra destruía cada vez más puentes, redes eléctricas, carreteras, maquinaria agrícola, incendiaba tierras cultivadas y aldeas, aterrorizando a la población.

El FSLN, que controlaba al Ejército y las milicias populares, debió dedicar cada vez más recursos humanos y materiales para hacer frente a ese brazo del imperialismo que golpeaba y desangraba Nicaragua, un país que entonces contaba con tan solo 2,6 millones de habitantes.

El presupuesto de Defensa se disparó cada vez más hasta superar el 50% de los presupuestos generales, obligando a ralentizar las grandes reformas en marcha en el país. El Gobierno comenzó a reclutar más y más jóvenes, el Ejército se profesionalizó totalmente, se implantó el Servicio Militar Patriótico, obligatorio, que provocó gran preocupación en la población.

EE UU cortó los préstamos e impuso un embargo a Nicaragua, el hostigamiento del proceso revolucionario se hizo cada vez más fuerte, la producción agropecuaria vital para el país, disminuyó por los ataques de la  contra a cooperativas y haciendas del Estado; los asesinatos de campesinos de zonas aisladas; el minado a las zonas cafetaleras y el minado de los puertos por parte de Estados Unidos.

La ayuda de los países de Europa del este disminuyó, la inflación alcanzó los cuatro dígitos.

En la población comenzó a calar cada vez más el mensaje de la oposición: la guerra nunca acabaría si seguían en el poder los sandinistas.

El FSLN intentaba ganar tiempo, frenar la gran ofensiva lanzada contra la revolución y en un intento por aflojar la presión y contentar a sectores de la burguesía se desandaron muchos caminos: la gestión de la economía se fue delegando a los sectores socialdemócratas del Gobierno, que pronto comenzaron a liberalizar la economía y a desnacionalizar el comercio exterior; a eliminar subsidios, desapareció la cartilla de racionamiento que garantizaba unos suministros básicos; se dejó en la calle a miles de trabajadores del Estado. A pesar de las críticas surgidas en el seno del FSLN la Dirección Nacional decidió aplicar un plan de ajuste estructural que terminó castigando especialmente a los sectores más desfavorecidos, evitando sin embargo afectar a los más adinerados para no radicalizar a la oposición de derecha. No era un plan del FMI pero se le parecía mucho.

Las recetas neoliberales se imponían. Para favorecer el ingreso de divisas era necesario incentivar y aumentar la producción y exportación agropecuaria y para ello los trabajadores rurales tenían que ajustarse el cinturón y sobrevivir con salarios muy bajos.

Ninguna de estas medidas que iban descafeinando progresivamente logros de la revolución y que a su vez provocaban un gran malestar social, permitían frenar la caída de la economía; las treguas firmadas con la  contra saltaban por los aires.

El imperialismo y la oligarquía nicaragüense iban a por todas, buscaban la caída del gobierno y la restauración del viejo orden.

En una decisión que asombró a muchos analistas internacionales, la Dirección Nacional del FSLN decidió convocar elecciones para 1990, un hecho inédito en un proceso revolucionario que había llegado al poder solo once años antes por la fuerza de las armas y que era víctima de una cruenta guerra sucia. Fue un hecho ejemplar, reconocido incluso por muchos enemigos de la revolución.

Pero la dirección sandinista calibró mal el clima que se respiraba en la población nicaragüense, y fue la primera sorprendida por la dura derrota que sufrió en las elecciones del 25 de febrero de 1990.

La UNO (Unión Nacional Opositora), la variopinta coalición de catorce partidos de derecha e izquierda encabezada por Violeta Chamorro y financiada por Estados Unidos obtuvo el 54,74% de los votos frente al 40,82% del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) liderado por Daniel Ortega.

La derecha y centroderecha estaba representada por la Acción Nacional Conservadora, el Partido Conservador Nacional, el Partido Liberal Constitucionalista, el Partido Liberal Independiente, el Partido Popular Social Cristiano, el Partido Democrático de Confianza Nacional y el Partido Integracionista de América Central y el Partido Neoliberal.

Pero la coalición que dio por tierra con la revolución sandinista no estaba compuesta solo por la derecha. Parte de la izquierda y centroizquierda se sumó desde el primer momento al plan diseñado por la Administración Reagan, a través del Partido Social Demócrata, el Partido Socialista Nicaragüense y el Partido Comunista de Nicaragua.

Tras su derrota de 1990 el FSLN sufriría nuevas derrotas en las presidenciales de 1996 y 2001 y aunque en 2007 su líder máximo, Daniel Ortega, volvería al poder, ni él ni el Frente Sandinista volverían ya a ser lo mismo.

20/07/2018

Roberto Montoya, escritor y periodista forma parte del Consejo Asesor de  viento sur

www.vientosur.info/spip.php?article14047

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