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Opinión

Del ayuno cuaresmal

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Por EDILBERTO NAVA GARCÍA / MASEUAL

 

Chilpancingo, Guerrero, México, 15 de abril de 2019.-  Hace muchos años, lo saben muchos de mis contemporáneos, la iglesia católica era única en Apango, pues en materia de creencia o de fe no  había discrepancia. Desde luego, eran otras las condiciones culturales del pueblo y, perdón, pero debemos recordar y reconocer que se contaban con los dedos de la mano los pocos que habían concluido la primaria y hasta eso, fuera de Apango. ¿Quiénes eran los paisanos con primaria terminada? Epifanio Sevilla Campos, Bernardo Flores Morales, Eustaquio Castillo, Horacio Salgado, ya profesores; el médico Sócrates Salgado y desde luego los sacerdotes, Hilario Aragón y José Tayde Hernández Moreno. La primera generación de la escuela primaria Pablo l. Sidar fue en 1964.

Así es que casi todo el pueblo no conocía letra, que no es exactamente que ignorante; nuestro castellano era más áspero de lo normal y un tanto reciente, pues quince años antes predominaba el idioma mexicano o náhuatl. Nuestro atraso cultural era notorio y en lugares así, es donde el catolicismo predomina; donde se acatan sus dogmas casi a ciegas. Por eso el ayuno de cuaresma era casi total. Y sin embargo mi papá no lo acataba; no por desapego a su creencia en Dios, sino precisamente por lo contrario, ya que llevaba años leyendo la Biblia, algo que no gustaba al cura Rodrigo Orozco, pues decía que ni él con “tantos estudios”  la entendía. Su lógica pretendía ser evidente, porque en ese entonces hacían creer que los sacerdotes leían a lo jijo, cosa falsa.

Era peor que ahora, pues no ayunaban únicamente los niños menores de cinco años de edad. A ellos,  les preparaban sus mamás, al menos una taza con té de canela, un pan, una porción de guisado y las tortillas de costumbre. A los mayores de esa edad e incluso a los ancianos, por indicación del cura del pueblo debían ayunar obligadamente. A eso de las diez de la mañana, imaginaba nuestras barrigas huecas, como de farol. A las doce del día mi mamá nos preparaba sopa aguada o de arroz, un plato con frijoles y contadas las tortillas, porque, si comes más de la cuenta, no te vale el ayuno, nos decía ella con ternura. En casa, con tanta hambre, queríamos reponernos comiendo un poco más. En  la noche se nos daba o canela con un pan o bien atole de arroz con un pan también. En honor a la verdad no queríamos dormir, sino espiar a mi mamá; que se descuidara para que pudiésemos ir al menos por otra porción de atole y un pedazo de pan. La debilidad nos vencía. Mi mamá nos decía: ni modos, así lo ordena la Santa Madre Iglesia. Y nosotros creyendo que esa santa madre iglesia era una señora gigantesca vestida con su hábito de monja. Nuestra inocencia era tal. Ni miércoles ni viernes debíamos probar bocado alguno conteniendo carne; vaya, ni otro guisado anterior que ya no tuviese carne; tal vez pescado, pedían las señoras: ¡está por las nubes!

Lo más grave para los infantes de ese entonces, era la Semana Santa o Semana Mayor. Y le preguntábamos a mi papá del porqué de Semana Santa o Semana Mayor, si tiene los mismos días. Mi papá sonreía y nos miraba con esa mirada de conmisceración. Son cosas del cristianismo al capricho de Roma, donde se llevaron al apóstol Pedro, pues a él se dice que le indicó Jesús: en ti edificaré mi iglesia. Nos lo repetía en forma similar. Desde la hamaca que pendía del tirante de la casa, optaba luego por leernos algunas páginas de os cuatro evangelios, diciéndonos que sólo dos autores fueron realmente apóstoles: Juan y Mateo; que ni Lucas ni Marcos conocieron a Jesús de Nazareth, y escribieron lo que oyeron de otros acerca del mesías. Recuerdo que mi papá nos corregía nuestra lectura y cuando creyó que habíamos mejorado, nos leía lo mismo la biblia que las mil y una noches, a Bertoldo o bien  la historia de la Revolución Mexicana.

Desde el Domingo de Ramos comenzaba nuestro ayuno de toda la semana. Se cortaba mucha palma con todo y zoyamichi en los cerros que circundan al pueblo y nutrida era la procesión. Había otras prohibiciones, sobre todo para quienes en los menesteres litúrgicos, como los artilleros, no debían ingerir bebida embriagadora, práctica tan arraigada en el pueblo productor de mezcal. Los niños no debíamos apedrear algo, porque apedreábamos a Cristo. Ni señalar con el índice, porque era como si acusásemos a Cristo. Ni jugar pelota debíamos. Hasta el baño corporal con agua estaba reglamentado: el jueves debía bañarse todo mundo antes de la misa en que, quien personificaba a Cristo les lavaba los pies a los apóstoles en la escenificación de la Última Cena. Se cerraba la gloria y no se abría sino hasta la madrugada del Domingo de Resurrección, a las siete de la mañana. Después de misa ya se bañaba la gente.

No comprendo porqué a la imagen de Jesús Nazareno, luego de la traición de Judas,  en la esquina sur-poniente del interior del atrio, se le encarcelaba, con una puerta a cuadros hecha a base de carrizos esa noche de Jueves Santo y en virtud del ayuno, mucha gente  acompañaba al preso, haciéndose costumbre de llevar algunas señoras, después de las ocho de la noche, atole de agua miel, de canela, de ciruela o de piña con sabrosos totopos. Los soldados judíos, siempre vestidos de rojo, caretas y lanzas,  al toque de un tambor, se turnaban en parejas en la vigilancia de la imagen presa  de Jesús Nazareno. A esa hora, todo mundo tenía derecho a recibir atole y totopos, pues el ayuno concluía a esa hora. Se velaba toda la noche y al amanecer, comenzaba el ayuno del  Viernes Santo.

Los señores que se vestían de apóstoles, mostraban su habilidad el Viernes Santo para efectuar el llamado encuentro de Jesús con su madre, la virgen María; él cargando la pesada cruz y ensangrentado por los azotes propinados. Ignoré  quien seleccionaba a la muchacha bonita para que representara a la Verónica que le limpia el rostro a la imagen para luego mostrar el lienzo con el rostro de Jesús impreso. Cosa rara en este pueblo: a Jesús lo ayuda con la cruz  un niño vestido de blanco que representa a Simón de Sirene. En tal función a dicho niño se le admiraba y se le mostraba respeto. Por ayuno, la gente andaba en la liturgia con no bien ocultada hambre. Concluido el encuentro, todos  corrían a sus domicilios a romper el ayuno con suculenta comida: sabrosa pero con rapidez, pues todo mundo ha de estar presente para ser testigos de la crucifixión y las siete palabras. Se construía un respaldo elevado de casi seis metros de alto, entretejido con ramas de amate, cacahuananche y de otros árboles de hojas muy verdes y, al centro, a Jesús crucificado. Se llevaba discretamente la imagen de Jesús Nazareno para entraba en escena la de Santo Entierro, de brazos flexibles, de rostro martirizado pero de tez más blanca a la que le resaltan aún más los hilillos de sangre escurriéndole en el cuerpo. El párroco pronunciaba las siete palabras y luego el descendimiento; se le colocaba en su urna, cuyos cristales permiten mirarlo ya en el interior del templo. Decía mi mamá: Es hora de dar el pésame a la Virgen María. En tanto, en el atrio se pasean los soldados judíos, pendiendo los flecos dorados de sus capas rojas y haciendo sonar las campanillas en las puntas de sus lanzas. Así transcurrían las noches del viernes y de sábado. Desde el jueves a media tarde, en Apango cesan de sonar las campanas, pues suple su función una gigantesca matraca ubicada en la torre; y, ésta a su vez cesa cuando el ministro o sacerdote anuncia la resurrección de Cristo, al tiempo que desde la torre dan sonoros repiques de campanas. Se ha abierto la gloria. Era ya en el euro matutino del Domingo de Resurrección. Así terminaban los ayunos de cuaresma, pero el judas, vestido con gruesa chaqueta verde olivo, con botas y sombrero de pelo, recorre las calles del pueblo, seguido por ese tintinear de las lanzas de los soldados judíos en solicitud de limosna. La gente sale a sus casas para dar un algo, pues han de degustar al menos un pozole o repartirse la limosna reunida, ya que nadie les paga durante los días de su actuación.

Ahora se sabe que los propios sacerdotes dicen que el ayuno es decisión de cada cristiano, de cada creyente en familia. También es cierto que ahora en este pueblo hay varias corrientes de práctica cristiana muy variada. El ayuno ha dejado de ser obligatorio, pues resulta que con la pobreza que se vive, hay quienes echan malhayas, diciendo que cuando hay dinero para carne, resulta que es vigilia. Aun así, los carniceros evitan sacrificar animales  en miércoles y viernes, porque los católicos de abolengo aún se abstienen  de comer carne en dichos días.

En casa no se ayuna por motivos religiosos y gracias a Dios tampoco hemos ayunado por pobreza extrema, sino racionado nuestra alimentación con aquello que nutre. Ni conocemos de vinos ni de caviar; ni de cabrito al pastor o algo que se les parezca. Eso sí, cuando hay, le tupimos a los frijoles, a las salsas y a las tortillas y cuanto  el Gran Creador nos bendice.

 

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