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Columna

POR LA LIBRE 2131

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Por IGNACIO CORTÉS MORALES / MASEUAL

 
1.- Un paréntesis

 

Cuernavaca, Morelos, México, 17 de agosto de 2019.- 1.- Cansado de ese día como de otros tantos, se pone la ropa de noche, y se acuesta sin la esperanza del mañana; será otro día, una hoja del calendario que se situará al lado de la de ayer, y donde caerá la de mañana; se perderá en el olvido, hilando cuentas de vidrio, perdidas en el infinito, sin premura pero sin pausa; caen los segundos para ser tantos, sólo estadística, sin nada qué decir ni qué contar, ni la intención de hacerlo; sería, acaso, la inmortalidad del cangrejo, la inútil presencia de la sombra que parece real, pero no tiene sustancia y desaparece si nadie pasa; la sombra, como el día estéril de los tantos de él, que se acaban sin haber iniciado, y aunque iniciaran, serían igualmente parcos, fatuos
Ni siquiera reflexiona, se deja caer en la cama a perderse, más que a dormir, a acumular horas, aunque no se sabe para qué. Sentido atesora la existencia cuando a alguien se vive, pero si ni a él se tiene, su paso es como si no fuera; no es referencia, no es espacio ni pausa; tendría importancia si lo fuera, pero no lo es, y sólo es un número en la lista de la oficina en la cual alguna vez le llaman para entregar sus reportes, para los archivos.
Apenas existe, y su único paréntesis, su tregua, una sonrisa, lo que hace llevaderos sus días en la lúgubre oficina; es de M, a quien, todas las mañanas, le dirige el saludo que, para él, es la más amplia y bella sonrisa, aunque por el resto del día no se acuerde de él, ni del detalle; pero a él le basta y le sobra, y, de vez en cuando detiene su tarea para ser parte de M, dibujada apenas hace la pausa, al grado de que, le llamaron y no respondió; estaba ido, pues no sólo crea sus castillos en el aire, los habitaba en sus sueños de opio.
M sí, tan especial, ojos que atrapan, que dicen tantas cosas, que guían; sonrisa, cuando la mira; tez morena, suave, de encanto, como sus manos que subliman lo que tocan, y su cuerpo, agraciado, apenas pronunciando para darle un aire de ingenuidad, de recato, de buenas conciencias, de sutileza, de recorrido de propiedad, de recato, de seriedad, y, es codiciada, pero ella se guarda. ¿Es acaso su espera por el especial hombre que llegue a su encuentro?; ¿y cómo será?. Ella sí lo sabe; ¡para ella!; no armonizar con nadie, sólo con ella, para ella, de ella, por ella; sin tiempo y sin espacio, que aglutine todo el tiempo y todo el espacio; intemporal porque está en todos los tiempos, y aparece en todos los espacios, y en todos está ella porque él se los ha entregado, y se han entregado ante sí.
Esa mañana no fue la alarma la que lo despertó sino su celular, de un número que no conocía. Jamás dudó en contestar, total, si era una llamada de los malignos, colgaría; ¿a un tipo como él qué le pueden pedir?. Al contestar, ella, M. No salía de su asombro. El buenos días entrecortado; ¿qué más podía decir?. “A sus órdenes; usted dispone”, dijo
– ¿Podemos vernos; desayunar, comer?. Él no supo qué decir, quedó mudo, tanto que ella pensó que había colgado. Bueno, bueno, y él, “sí, aquí, perdón, disculpe. Si, desde luego, ¿cuándo?. Dígame, ordene”, y ella, con timidez deja caer: ¿se podrá hoy?, ya ve que tendremos la tarde libre. ¿Dónde le veo?. “¿Le parece bien en X lugar… a las cinco?”. Ahí estaré. Él no salió de su asombro, ¿será verdad, no estoy soñando; para qué me querrá?, y se siguió preguntando, hasta que lo práctico le atrajo, qué se pone, no había mucho qué elegir, uno de los dos trajes, y así irá a la oficina. Lo repensó. Sí, pero le dejaría el saco y la corbata en la fonda donde acostumbra comer, y pasaría por él a la salida. Ya se veía llegando a la oficina en traje. La de burlas que cosecharía. Además no estaba cierto que habría tal cita. Bien se pudo equivocar M porque, ¿qué de afinidad entre ellos?, y la respuesta era fácil de encontrar: ¡ninguna!. ¿Para qué querría ella hablar con él?. Era lo más cercano a una fantasía, a una especie de suerte echada. ¿Qué le movió a ella no sólo el llamarle, sino invitarle?, ¿por qué la premura?, ¿por qué tan directa?. Algo no estaba bien. Era lo más parecido a un cuento. No tenía fundamento.
Seguro que al llegar a la oficina ella se acercaría y puede, con crueldad, aunque no le va, decir que era una broma o, siendo sutil, que le surgió algo de última hora, un pariente enfermo, un llamado de su madre; y si no fuera así, ¿para qué lo querría?. ¿Discutir un punto del trabajo?. Se podría hacer en la oficina. ¿Pensar en algo más?. ¡Qué tontería!, se dijo. Si así fuera, debió darme algunas señales, presentar acercamientos, hablar algo más que el buenos días, y nada se había presentado. Le intrigaba para qué lo querría.
Llegó a la oficina y saludó, como siempre; ella contestó, como siempre, pero le miró, se puso de pie, la extendió la mano. Por primera vez la iba a tocar. No se atrevía. Le seguía pareciendo increíble, y más cuando le dijo, acortando distancias: Gracias por aceptar.
¡No!. ¡Bueno!. Una situación como ésta no había vivido nunca, ni en sus sueños más ambiciosos porque ella nunca le dio motivo. Si hasta pensaba que le caía mal. Alejado de la mano de dios en lo físico, y en la oficina era uno más, el empleado mil uno de los 20 que había, y ella lo había llamado e invitado a salir, y él había aceptado, y al llegar a la oficina lo había recibido distinto, le extendió la mano y le dio las gracias por aceptar. ¿Qué estaba pasando?, ¿era un sueño?. El tiempo siguió su paso hasta las 15 horas, la hora de la salida. Quiso encontrar a M para confirmar la cita, lugar y hora, pero R se interpuso, te habla el jefe, y se dijo, “que no se le vaya a ocurrir que regrese en la tarde porque renuncio”, pero no, era sólo para decirle que su reporte de ese día fue excelente y que le pedía que así fueran los demás. 
Total, día redondo, hasta ahora, pero esa felicitación fue tan inoportuna que no pudo alcanzar a M para ratificar la cita; bueno, como estaban las cosas, hasta puede ser que ella llegara antes, por lo que casi corrió por el saco y la corbata, al banco a sacar dinero. Su sueldo no era elevado, pero como apenas necesitaba para sí, no era problema el dinero; tomó taxi para llegar al restaurante. Faltaban diez minutos para las cinco de la tarde y ahí estaba; una mesa discreta, a la orilla, al fondo, de ser posible, pero desde donde pudiera ver a todo el que entra para encontrarle desde la llegada.
No daban las cinco cuando ella entró, hermosa, maquillada lo justo, sólo para resaltar su belleza, y el vestido, sencillo; le acomodaba al talle; había perdido la discreción de la oficina para resaltarle toda ella y, el remate, su sonrisa, y algo más, su amabilidad que para él nunca había sido más que la cortesía del buenos días por las mañanas y ya.
Él le recibió, le tomó la silla, ella se sentó. Gracias, dijo y sonrió. Él seguía sin entender, pero desde ese instante dejó de preocuparse, de pensar, se iba a entregar a lo que estaba viviendo, topara donde topara, hasta donde llegara, así fuera un sueño, así fuera la realidad, lo que fuera. Al diablo el preocuparse. 
Al final, lo disfrutado nadie se lo quitaría, y si fuera para mucho tiempo, para siempre, lo empezaría a vivir ya, sin palabras, ¿pero cómo?. Él no tenía experiencia, no sabía jugar así, pero ya saldría.
Tras pedir una copa, comieron y después él, “usted dirá, a sus órdenes, en qué le puedo servir”. Ella evadió la respuesta. Platicar, hablar, le respondió, pero él quería algo más concreto para saber qué hacer. No tuvo que esperar mucho. Una segunda copa cooperó.
Tenía él sus manos sobre la mesa y ella puso las suyas y elogió: tienes manos bonitas.
Eran muchas emociones para él. Otra más y podría desmayarse.
Las manos subieron un poco, jugaron y los dedos se entrecruzaron. Él tomó una de sus manos, manuda, suave, le miró a los ojos; “¿puedo?” apenas audible y M, una sonrisa y un bajar la mirada. Suficiente, era la aceptación y él besó sus manos, apenas un toque con los labios, pero suficiente para llegar al alma. Él no se lo podía creer pero ahí estaba.
Salieron del lugar; iba pedir un taxi, pero ella: ¿podemos caminar?, no vivo lejos.
Él accedió; mejor, así habría más tiempo. Echaron a andar, él sin atreverse hasta que ella le tomó de la mano. Se tensó. Caminaron. Hubiera querido que el camino fuera hasta la luna para que nunca llegaran, pero, al cabo de 20 minutos estaban en la calle donde ella vivía y tres después se detuvieron frente a la puerta. “Gracias por esto”, le dijo y el besó las manos; ¿ya te vas; tan pronto?, le respondió ella.
Esa invitación a quedarse fue increíble. Cuando menos media hora más.
Preguntó: “¿qué significa esto?”; no me preguntes, por favor, que no lo sé. Que sea.
Le tomó las manos; la timidez se le había ido hacía un rato, y luego los brazos, la atrajo y la besó; ella respondió en la misma intensidad creciente, en el abrazo que amenazaba perder toda prudencia; se dejaron llevar, hasta que las luces de un coche les pegó de frente; era el hermano de M, quien se acercó, saludó y dispuso con suavidad: no tardes; ya voy. Buenas noches, es tu casa, cuando gustes. “Gracias”, atinó a decir.
Un beso, y otro, y uno más, hasta que, sin agotarse, se dejaron para después, como para después sería la promesa cumplida con la eternidad, con un noviazgo de la mano de lo increíble, pero que ahí estaba, que era real; las manos se habían tocado, los labios, y apenas hace unas horas la llamada telefónica, la cita, y el mundo giró para él con M.
Las 12 Cenicientos. El tiempo había volado y había que irse. Ahora no se perdieron los zapatos. Ella entró y el último beso para detener el tiempo, para sellar el compromiso de verse mañana, y echar a andar por la calle; apenas unos metros y una mano que despedía.
Más adelante subió a un taxi; su casa sí estaba lejos; ni preguntó cuánto sería, no importaba, su felicidad le permitiría ese lujo y parloteó con el taxista, y llegó a su casa.
Esta vez no se cambió ni metió a la cama como siempre, sino que lo hizo con cuidado, se cambió y se acostó.
Unas horas después, la alarma; “no la desactivé, pero no importa. Mejor así, me desayunaré y le llamaré para ir a comer y a bailar”. 
Busca el celular para desconectar la alarma. No puede ser, ¿qué pasa?, se preguntó, “¿porque marcaba viernes 11?. Prendió la computadora: viernes 11, en la televisión igual. 
Se sentó al borde de la cama, era viernes, no sonó el timbre del celular sino de la alarma. 
Era viernes, se repitió, al tiempo que el llanto callado pero intenso, se apoderó de él. Era viernes, no sábado se repitió una y mil veces: “Viernes, no sábado…”

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